viernes, 5 de octubre de 2012

'Vuélvenos, oh Jehová, y nos Volveremos' (Lam 5:1-22)



Jeremías concluye este libro con un salmo de lamento, en el cual describe el resultado de la invasión de Babilonia, y derrama su corazón ante Dios en oración.  Al leer este capítulo tenemos más evidencia del gran sufrimiento de Jerusalén. Antes de la caía de la ciudad, el hambre fue terrible (v.10; ver Lam 4:7-10).  Los ciudadanos arriesgaban su vida para conseguir el pan diario (v.9).  Ante la amenaza de Babilonia, pidieron ayuda a Egipto y a Asiria (v.6); pero todo fue en vano.  Nadie pudo librarlos (v.8b).

Una vez que la ciudad cayó en manos de los babilonios, las cosas fueron de mal en peor.  Cada elemento de la población llevó su parte del dolor.   Las mujeres fueron violadas (v.11), sufriendo física, emocional y psicológicamente.  Sus vidas quedaron afectadas para siempre.  Muchos bebés habrán nacido en condiciones terribles.  ¡Indeseados! ¡Sin padre!  ¡En medio de gran pobreza!  Además, los “príncipes” fueron colgados (v.12a); los jóvenes fueron llevados al exilio (v.13); los ancianos fueron maltratados (v.12b).  Como resultado, la sociedad entera fue trastornada:

         Los ancianos no se ven más en la puerta, 
          los jóvenes dejaron sus canciones.
          Cesó el gozo de nuestro corazón; 
          nuestra danza se cambió en luto  (v.14-15)

Los niños y jóvenes quedaron huérfanos (v.3a); las madres, viudas (v.3b).  La tierra fue adueñada por extranjeros (v.2a), y gente extraña vivía en las casas (v.2b).  Ahora había que comprar el agua y la leña, que antes abundaban (v.4).  Padecían persecución, y no había reposo del sufrimiento (v.5).  ¡Cada día era igual!

Lo que salvó a Jeremías de caer en la depresión espiritual fue que por lo menos sabía muy bien a qué se debía todo el sufrimiento: “Nuestros padres pecaron…” (v.7a).  No sólo ellos; sino, como confiesa en el v.16b, ‘nosotros pecamos’.  Y ante la falta de arrepentimiento, el pecado tenía que ser castigado.  En el v.7b, Jeremías reconoce que el principio antiguo, que regía el viejo pacto (en cuanto al castigo por el pecado; Éx 20:5b), seguía vigente.  ¡Los hijos pagaban el precio por los pecados de los padres!  Nuestros padres pecaron…y nosotros llevamos su castigo” (v.7; ver Jer 31:29).  Con el nuevo pacto, todo eso iba a cambiar.  ‘El alma que pecare, esa morirá’ (Ezeq 18:4; ver Jer 31:30).

A pesar de su profundo dolor y angustia por la ciudad de Jerusalén, Jeremías no le acusa a Dios de ser injusto.  Más bien, le adora, diciendo: “Más tú, Jehová, permanecerás para siempre; tu trono de generación en generación” (v.19).  Pero el profeta también aprovecha para pedir a Dios Su ayuda, rogando que no se olvidara de ellos para siempre (v.1, 20).  Jeremías sabía que lo que realmente hacía falta era el arrepentimiento del pueblo.  Sin embargo, reconociendo que el pueblo, por sí sólo, no era capaz de volver a Dios, Jeremías le pide a Dios que obre a su favor: “Vuélvenos, oh Jehová, a ti, y nos volveremos” (v.21a).

REFLEXIÓN: Esta destrucción de Jerusalén no marcó el fin de la ciudad.   Casi 600 años después, el Hijo de Dios caminó por las calles reconstruidas de Jerusalén.  Y aunque los judíos del primer siglo no habían cambiado, y cometieron un peor pecado (crucificando al Mesías), dos meses después comenzó un tremendo avivamiento espiritual en esa ciudad (Hch 2).  Como dijera Pablo, ‘Cuando abundó el pecado, sobre abundó la gracia de Dios’. Si nos hemos extraviado, pidamos a Dios que nos haga volver a Él.

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